Apariencias, según María Bernal

Apariencias

El personaje principal de La casa de Bernarda Alba representa la autoridad machista, al morir el marido de Bernarda, Antonio María Benavides, de la España de la primera década del siglo XX. Lorca, con una audaz valentía, aúna en uno de sus personajes magistrales un cariz perfecto de la tiranía propia del patriarcado que oprime a esas hijas, que están obligadas a guardar un luto impuesto durante ocho años entre las paredes de una casa que se convierte en el caparazón infranqueable para que esas hijas no se corrompan y para que las malas lenguas del pueblo no tengan de quiénes hablar.

Esa es la constante obsesión de Bernarda; la de las apariencias. En todo momento, ella busca limpiar su hogar y para ello prohíbe inminentemente que todas las que vivan allí salgan. Este drama de mujeres le sirvió al desaparecido García Lorca volcar esa idea de libertad tan anhelada en la época, la posibilidad de elegir un modo de vida que les hiciera felices por medio de la rebeldía de la hija pequeña, sin olvidar que hizo un retrato de la mujer para juzgar que era considerada como el sexo débil el cual necesitaba un varón para poder vivir.

Muchos pensarán que este cuadro tan bien representado quedó anclado en esa época y que ahora, simplemente, es cultura que nos hace conocer la historia a la que ni por asombro nos gustaría volver. Otros pensarán que, afortunadamente, ahora vivimos en los tiempos de la democracia, estamos en un país de la UE y tenemos la libertad suficiente para decidir con quien compartir nuestra almohada o cómo queremos vivir, pasando olímpicamente de toda absurda habladuría. Sin embargo, echemos un vistazo a nuestro alrededor.

Indiscutiblemente, y a pesar de que todos decimos que vamos a nuestra bola, es evidente que a muchos les preocupa, como le pasaba a Bernarda, el qué dirán. Las tradiciones familiares, el competitivo mundo de ver quién tiene más y de quién ha llegado más lejos o el cumplimiento de los valores tradicionales para mostrar que son personas política y moralmente correctas, que desde siempre han sido impuestos, son motivos suficientes para que muchas personas todavía tengan demasiados prejuicios sobre lo que puedan pensar los demás: si tiene estudios, si lleva camisa y corbata, si sus compañías son hijos de, si su estatus social, cultural y económico es equis…Y mientras que están pendientes de cumplir el papel de la persona que a otros les gustaría ver, ellos se irritan por todo, siempre se dan por aludidos y viven constantemente en un clima de inseguridad al querer contentar a la sociedad. Se les escapa la palabra felicidad de sus vidas a merced de lo que otros puedan pensar.

Decía Charles Dickens: “No juzgue nada por su aspecto, sino por la evidencia. No hay mejor regla”. Y este juicio del aspecto se ha producido siempre y se sigue dando, sobre todo en aquellas personas clasistas que se creen por cultura (que a veces es muy cuestionable), por economía y por adquisición superiores a la chusma a la que ellos catalogan por el hecho de considerar que juegan en otra liga.

Esos son los que consideran que el hábito sí hace al monje, los que siempre están a Dios rogando y con el mazo dando y los que viven con tantos escrúpulos dejando que sus vidas se conviertan en una constante preocupación por el hecho de que todo les salga bien. ¿Por qué? Porque siempre han juzgado tanto una situación personal que ellos no pueden caer en ese error. Pero caen, está claro que no es oro todo lo que reluce y que la vida perfecta que las personas se montan no va viento en popa a toda vela siempre.

“Aquí pasa una cosa muy grande. Yo no te quiero echar la culpa, pero tú no has dejado a tus hijas libres”. Con esta intervención, la Poncia, la criada de Bernarda, le recrimina a esta que, por culpa de salvaguardar las apariencias, sus hijas viven en la más estricta tristeza y en un mundo en el que no existen las oportunidades. Y esto no se ha quedado ancorado en los primeros años del siglo XX, sino que sigue, como la corriente de un río, salpicando a parte de la sociedad actual, concretamente a esas personas que, en lugar de elegir en función de lo que les haga felices, lo hacen condicionados por lo que puedan opinar los demás, aunque esto suponga que no vivan la vida con placer y satisfacción.

El día en que todas esas mentes prejuiciosas se despojen de las habladurías a las que Bernarda tanto temía vivirán mentalmente tranquilos y políticamente felices, que es lo único que nos vamos a llevar de esta vida efímera que nos sorprende, pero de verdad, cuando menos lo esperamos. En ese momento, ya no servirá para nada ese qué dirán que, en lugar de martirizar a tantas y tantas personas, únicamente les debería hacer cosquillas.